El cambio es la palabra que más resalta en nuestro tiempo, más aun cuando entramos en tiempo de elecciones. Se observan en embadurnadas murallas, puentes, columnas… leyendas como: “El cambio ha comenzado”; “Vamos a cambiar juntos nuestra ciudad” y decenas de frases similares. Las mismas denotan que algo anda mal en nuestra sociedad, que categóricamente no podemos seguir el mismo estilo de vida, acompañando, consintiendo la descomposición social, manifestada en robos disfrazados como obras de bien; en la violencia e inseguridad que han ganado nuestras calles, hogares y lugares públicos, obligándonos a precauciones constantes y desconfianzas extremas.
Sumándose a todo esto el estado de nuestras calles, adornadas con riesgosos baches y nauseabundos desperdicios, que con el tropel de mendigos y niños harapientos que nos acosan en cada semáforo, forman un matiz lamentable; tanto, que ya se han ganado su espacio e incorporado como obligatorio integrante de nuestra cultura.
De ahí provienen las múltiples ofertas de cambios con las que somos incentivadas, y usadas como un gancho de captación de nuestros votos. Lástima que sólo de eso se trata: Captar votos, ya que la experiencia repetida a través de años, es lo que se ha evidenciado como una rutina en nuestro medio. Vez tras vez hemos quedado defraudados, y hasta nos estamos acostumbrando a definirlos como “promesas de campañas”, admitiendo que la realidad y la verdad es otra cosa que se desarrolla en otro plano. Y, realmente es así:
Escuchemos a la autorizada Palabra de Dios cuando nos advierte de estas vanas ilusiones: “¿Para qué discurres tanto, cambiando tus caminos? También serás avergonzada de Egipto, como fuiste avergonzada de Asiria. También de allí saldrás con tus manos sobre tu cabeza, porque Jehová desechó a aquellos en quienes tú confiabas, y no prosperarás con ellos” (Jeremías 2: 36 – 37). Egipto y Asiria representan el apoyo y la confianza puesta en el mundo político, la esperanza puesta en el cambio que nunca llegará: Son las vanas esperanzas, volátiles que se diluyen en el limbo de las promesas.
El cambio que no defrauda viene de Arriba y se ha manifestado en la persona de Jesús. Aquél quien nunca en su boca hubo engaño. Él nos da una radiografía de la procedencia de tantos males que nos desengañan: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre” (Mateo 15: 19 – 20). El corazón no regenerado sólo produce engaño y decepción.
El cambio verdadero debe comenzar en nuestro corazón, cuando Jesucristo toma posesión de él, lo limpia de las contaminaciones arriba mencionadas, lo transforma, limpiándolo con el poder de Su Sangre que derramó en la cruz, para convertirlo en un nuevo corazón: Tiene nuevas inclinaciones, porque llega a estar en consonancia con el corazón de Jesucristo.
Un profeta describe así dicha experiencia: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36: 26 – 27). Cuando esto ocurre en nosotros, aún el hombre más perverso, es transformado, llegando a ser una nueva criatura.
La metamorfosis, el cambio de corazón, opera el milagro del nacimiento espiritual: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Jn.3:6), nos afirma Jesús. Entonces, después de haber nacido del Espíritu, podemos ser agentes del verdadero cambio en nuestra sociedad.
Sólo el hombre nuevo satisfará nuestras anheladas expectativas, el cambio que no defrauda.
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