Los Sermones de Juan Wesley no hubieran tenido – siguen teniendo – la transcendencia y el impacto en la iglesia cristiana si son separados del contexto en que fueron presentados. Los títulos son: “La Salvación por la Fe, El Cristianismo Según las Sagradas Escrituras, Las Señales del Nuevo Nacimiento…” Estos fueron básicos y sencillos. Sin embargo, causaron tremendas oposiciones, y hasta escándalos en el Colegio Lincoln de la Universidad de Oxford, de donde era catedrático. Los directivos y el cuerpo docente habían dejado de tener en cuenta estas verdades básicas, pretendiendo enfocarse en asuntos más “avanzados”. A Wesley le fue prohibido seguir predicando en la Universidad, por ser un irrespetuoso, que pretendía hablar del “Casi Cristiano” a personas que creían haber escalado peldaños más elevados del cristianismo, sin haber aún experimentado lo elemental, como el Nuevo Nacimiento y La Circuncisión del Corazón.
Este hombre de Dios dejó aquel recinto privilegiado, catedral de la intelectualidad y prestigio social, para salir a la calle con la Biblia como arma infalible y con el impulso de la unción del Espíritu Santo como su fortaleza. El no fue rebelde a la visión celestial. Las masas hambrientas abrieron sus corazones al sencillo Evangelio de Cristo, por cuyo impacto cambió su nación, cambio que trascendió las fronteras geográficas para llegar su eco saludable hasta nuestros días.
La presentación de lo abordado en esta humilde obra – Rumbos de la Iglesia, Editoriales y Enseñanzas para Líderes – no hubieran tenido relevancia si las mismas hubiesen sido dadas en condiciones normales; si en su momento histórico no hubiésemos estado navegando en aguas turbulentas y estuviese fluyendo el Agua Viva en la iglesia local donde han sido comunicadas. Lo que le condimenta de un sabor especial y le puede dar alguna trascendencia, es que las mismas han sido impartidas cuando arreciaban tormentas de desorientación, frustración y desaliento; cuando parecía que nuestra embarcación quedaba a la deriva e inexorablemente su destino se encaminaba a la catástrofe del hundimiento.
Dichas condiciones permitieron que hombres sencillos e intrascendentes según los parámetros humanos, pero de firmes convicciones en La Palabra y sólida relación con Dios, se pusieran en la brecha junto con el Gran Capitán, y con el poder de Su fuerza se logró evitar un devastador naufragio, para recuperar el rumbo, y así, luchando en medio del mar embravecido de la confusión e incomprensión, empuñar el timón y enfilar de nuevo al puerto indicado por el Manual de nuestro Guía y amoroso Maestro.
Hoy, cuando las aguas están calmas y se vislumbra con claridad el puerto donde nos dirigimos, resalta con mayor gloria la soberanía de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, Quien en Su Palabra inspirada nos revela esta inusitada y paradójica afirmación: “Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Cor. 1:27-29).
Habiendo asumido tan elevada y sublime responsabilidad, un puñado de siervos hemos entendido por el Espíritu nuestra incapacidad e impotencia para dicho cometido, y que lo único que servía en el trance referido, para realizar lo que Él nos había encomendado, era la búsqueda constante del rostro de Dios, manteniéndonos en Su temor, aferrándonos a Su Presencia en nosotros y la misma transmitirla a Su Pueblo; la sumisión absoluta a Su Palabra; al accionamiento mancomunado, apuntando a la edificación del Cuerpo, de modo que uno debía suplir lo que al otro le faltaba, donde nadie reclamaría protagonismo, sometiéndonos al renunciamiento de toda proyección personal para actuar en función corporativa.
Habiendo entendido que las ambiciones no se encuadran dentro de las funciones propias de un siervo de Aquél de Quien se hizo Siervo; en el entendimiento de que tales apetencias apenas se enmarcan dentro de las proclamas y los afanes arribistas del humanismo, pero no con el espíritu de Aquél quien es manso y humilde de corazón. Aquél quien nos reveló la clave del descanso, llamándonos a imitarle: “Aprended de Mí”, nos insta Él.
Estos paradigmas llegaron a permear en la iglesia local – a pesar de que la credibilidad en los pastores se había reducido al mínimo – y así sumarse al compromiso de restauración, y entre todos los comprometidos con dichos principios nos dispusimos a embarcarnos en tan emocionante proceso. Una de las percepciones que llegó a convertirse en postulado bajo la inspiración de nuestro Padre, es: “No estamos en condiciones de reclamar credibilidad, sino debemos ganarla con demostraciones de hechos tangibles, haciendo lo que nuestro Señor nos ha encomendado”.
Humildemente deseamos compartir con nuestros consiervos, luchadores de la causa de Cristo, a través de la publicación de esta obra, lo que Dios nos ha guiado, que por cierto no se trata de ninguna novedad, sino que es el re-direccionamiento de las sendas antiguas, de aquella a las que Jeremías nos insta a andar (Jer. 6:16); las que nos trazara el inmutable y soberano Dios, quien expresó así la eternidad e inamovilidad de Su Palabra: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Los que confían en Jehová son como el monte de Sion, que no se mueve, sino que permanece para siempre” (Mateo 24:35; Salmo 125:1).
Así como nuestra correcta relación con Dios se halla condicionada a la absoluta fidelidad a la Palabra, el enfoque correcto de la misma es categóricamente esencial. Debemos notar que el enfoque de Jesús y sus apóstoles apuntan a la glorificación del Padre y la satisfacción de Su corazón en la realización de Su Propósito, expresado en Efesios 1:9-10: “Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra”.
Para aquellos quienes enfocan su mensaje prioritariamente en las satisfacciones y proyecciones meramente humanas, las que en cierto modo, serían el efecto, – una consecuencia – pero nunca la causa, les rogamos que vuelvan a revisar las Escrituras y con sinceridad y temor de Dios busquen cuál era el enfoque y propósito central de Jesús y sus apóstoles, y podrán comprobar fácilmente que, primordialmente apuntan a la glorificación del Padre; a la transformación individual del hombre, a su reconciliación y relación personal con Dios, y poco o nada al cambio de las estructuras de poder; aunque estas vendrían a transformarse como lógica consecuencia, y no a la inversa como hoy apuntan los enfoques que se estilan con exagerado énfasis.
Una mirada retrospectiva en la historia del cristianismo nos dará mucha claridad al respecto, porque esta nos mostrará la más clara evidencia de cómo la masificación del Evangelio sólo ha desvirtuado la esencia de la conversión, produciendo personas adheridas a la religión cristiana, pero sin tener ninguna relación con Dios. Notemos que los Evangelios con insistencia nos muestran que Jesús espera de nosotros algo más que adherencia a su causa. Él exige la conversión del corazón, que se refleja en la absoluta sumisión a Él y en el cambio radical de todas las áreas de la vida de aquel que le recibe como Salvador y Señor.
Nos atrevemos, con la autoridad de La Palabra, asegurar que sólo Su verdadero Evangelio, enfocado en Dios y en la comunicación de Su propósito eterno e inmutable recibirá la aprobación del Espíritu Santo, para así edificar la Iglesia de Cristo; rogamos para que este divino Espíritu ilumine los ojos de tu entendimiento y recibas de Aquél, Quien es la Luz, lo que tu alma necesita, y así tu servicio satisfaga el corazón de Dios; y, “para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre”, según la exhortación de Pablo en Hechos 20:28.
EL CLAMOR QUE COBRA ACTUALIDAD
“Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed – respondió Jesús – pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna” (Juan 4:13-14) NVI.
“Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios? (Sal. 42:1-2) RV.
Este clamor del salmista identifica a la necesidad más sentida de la actualidad: El alma humana tiene sed de lo verdadero. Entiende que el vacío interior no puede ser llenado con los recursos naturales que poseemos, y menos con las enturbiadas aguas de las propuestas humanas actuales, por más que estas provengan del ámbito religioso. Algunos ya hemos probado en las distintas corrientes con el resultado de haber quedado frustrados, porque no hemos apuntado en el blanco. Por no haber buscado en La Fuente, siempre nos quedaba esa sensación de que algo faltaba. El vacío no había sido llenado, aunque poseíamos lo esencial para nuestra existencia: dinero, trabajo, familia, amigos… Algunos denominan como hambre oculta. Era la misma crisis del salmista: “mi alma tiene sed de Dios, DEL DIOS VIVO”. No de cualquier dios. Sólo cuando el hombre bebe de La Fuente y ha encontrado al Dios Vivo es saciada la sed de su alma, ha bebido en el manantial del que brotará vida eterna, como lo expresó Jesús: “…el que beba del agua que yo le daré…”
Cuando en aquel último gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: “si alguno tiene sed, venga a mí y beba…”, lo dijo en razón de haber detectado el inmenso vacío e insatisfacción de los presentes en el evento, aunque allí se estaba verificando una importante fiesta religiosa, de la cual se esperaba que supliría las necesidades espirituales de los fervorosos asistentes. En esta celebración, que era la de las enramadas o tabernáculo, no faltaba la solemnidad en las abundantes ceremonias. Era una de las recordaciones más significativas de los israelitas a sus descendientes porque así habían vivido en sus peregrinaciones por el desierto cuando Dios los sacó de la esclavitud de Egipto. Ya habían transcurrido los siete días ordenados en la ley (Lev. 23:33-43), y comenzaba el octavo y último gran día. Era el día de la santa convocación, cuando la expectativa por recibir la anhelada bendición celestial llegaba a su punto culminante. Esa mañana un sacerdote, con un vaso de oro en la mano, seguido por una multitud, descendía a la fuente de Siloé, e inmediatamente subía hasta el atrio del templo en medio de aclamaciones y sones de trompetas y címbalos, cuando el pueblo cantaba: “Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación” (Is. 12:3). Luego el sacerdote subía al altar para verter el agua que contenía el vaso de oro sobre la víctima del sacrifico y esparcir en dirección de la multitud expectante.
No obstante la significación preponderante de la ceremonia, la misma, con el paso de los tiempos, había llegado a degenerar en una mera ritualidad religiosa, carente de sentido y vacía de propósito, donde la significación y la esencia del Agua Viva habían dejado de ser trascendentes. Las múltiples y febriles actividades eran como sombras que tendían a opacar lo fundamental: La Presencia de Dios. El rito era el centro. La ceremonia había sustituido al Dios Vivo. De la misma manera, hoy corremos el peligro de que nuestros abundantes e “importantes” programas interfieran para que la presencia de Dios sea lo más significativo en todo lo que hacemos. La Presencia amorosa del Padre es lo único que da sentido a cualquier convocación. Existen hoy tantas coas que “hacemos por Dios” con las mejores buenas intenciones, incluso con un sentido de darle un realce porque se trata del Altísimo, para después, cansados y frustrados, darnos cuenta que no dio los frutos que esperábamos. De ahí el clamor de Jesús: “si alguno tiene sed, venga a mí y beba…” Sólo el río de Dios que fluye del trono de la gracia sacia al alma sedienta. (Sal. 46:4-5). “Hay un río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios…”
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