miércoles, 27 de abril de 2011

LA SÚPLICA QUE EL CIELO NO RESPONDIÓ


Todos los que amamos al Dios verdadero sabemos que Él responde a nuestras súplicas, más aún cuando nos acercamos al Trono de la Gracia con corazón quebrantado, contrito y humillado, como lo declara el Salmista: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51: 17). El escritor a los Hebreos nos insta y alienta, para acercarnos confiadamente a esa única Fuente de Gracia, para alcanzar misericordia y oportuno socorro “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4: 16), y nuestra experiencia la corrobora, por los múltiples favores que a diario recibimos.
Paradójicamente, ante la súplica del único santo, justo, en cuya boca nunca hubo engaño, el cielo guardó silencio. Su corazón angustiado por la inminencia del cruento epílogo de la misión  decretada en el Consejo Divino, se postró sobre su rostro, agobiado por la encrucijada, en la agonía, su sudor era como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra, clamando, que si era posible, sea librado del trago amargo de la copa del tormento, de la cruz maldita que con clara conciencia visualizaba.
“Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no como yo quiero, sino como tú” (Mat. 26: 39), era el clamor que no recibió respuesta del cielo; porque, en comunión con el Padre y el Espíritu Santo, Él se había ofrecido voluntariamente  humanarse, y así redimir a sus hermanos cautivos en las manos del enemigo, en cuyo poder estaban atrapados por haber violado todos sin excepción, la justicia divina, la que en modo alguno podía quedar impune. El Dios justo, que con justicia castiga el dolo.
La sentencia divina, el decreto que merecía nuestros delitos, era: Condenación y muerte. Dicha sentencia cayó sobre Jesús-hombre. “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Is. 53: 5). “Anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz” (Col. 2: 14). La justicia de Dios fue satisfecha en la cruz, como único medio de reconciliación con el Padre.
Hoy, por esa muerte sustitutiva, todos los que creen y reciben a Jesucristo, pueden exclamar: Jesús fue castigado en mi lugar; por eso estoy reconciliado con Dios. Soy libre de culpa, ya no hay condenación para mí.

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