viernes, 22 de abril de 2011

LA VOZ DE LA TUMBA VACÍA



Aquel fatídico viernes, a las tres de la tarde, toda la ciudad de Jerusalén, incluido sus seguidores, estaban seguros que se había cerrado el último capítulo de la historia de un carpintero nazareno, quien había alborotado a toda la nación, cuyos  ecos de sus prodigios y pretensiones mesiánicas habían penetrado en el corazón de las multitudes, y hasta de algunos eruditos, llegando a colmar los límites de la tolerancia religiosa. Según estos, merecía ser condenado a muerte, porque siendo hombre, pretendía ser Dios. “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios” (S. Juan 10: 33), le espetaban airados.

Aquel viernes, en el Gólgota, parecía que llegaba a su fin las perturbadoras pretensiones de aquel desquiciado y tosco carpintero, quien decía ser el enviado del Padre para redimirnos; sanar nuestras heridas producidas por el pecado; Y, lo más ridículo: Decía ser igual a Dios. Este sonado proceso había culminado. Allá, en el monte calvario, este hombre ahora pendía de una cruz, lo que equivalía al anuncio de que con su muerte  todo se había extinguido, como ocurre con cualquier mortal que lleva consigo a la tumba todo propósito, pretensión y promesa.

 El mentado nazareno había muerto; y con este hecho tangible, lógicamente la esperanza de sus seguidores, quienes expresaron así sus frustraciones y estado de ánimos: “Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido” (S. Lucas 24: 21).

Ese primer día de la semana, muy de mañana, unas mujeres vinieron al sepulcro, y hallaron removida la piedra; y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. La tumba estaba vacía. ¡Ya no había porqué buscar entre los muertos al que vive! Porque la muerte estaba vencida. La tumba vacía era la prueba concluyente de su divinidad, además de la confirmación de que todo lo que hacía y decía procedía del Padre.

 La victoria de la resurrección, como una primicia, sacó a luz la inmortalidad y la vida. La luz de esperanza de la vida eterna se encendió en la tumba vacía, y se extiende a todos los que le reciben y se identifican con Jesús en su muerte y resurrección.

La tumba vacía es la voz más evidente que nos habla de victoria y esperanza, que hoy sigue vigente para dar vida y esperanza a una humanidad que cada día se debate en la desesperanza.

¡Nuestro Cristo vive! El no está muerto. Hoy vive en nosotros. Si la unión con Él es real, impartamos esta vida a este mundo que está muerto en sus delitos y pecados.

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